La mayoría de las universidades occidentales quedan malparadas. Mientras Beijing entrena a sus estudiantes en prompts y verificación, Oxford, Harvard o buena parte de la Russell Group siguen midiéndose la pureza textual con el absurdo y desfasado Turnitin, y amenazando con suspensos ejemplares. El negocio de la «detección de IA», nacido para combatir un supuesto tsunami de plagio, ya despierta recelos: el despliegue de Turnitin Originality ha generado críticas por su opacidad metodológica y su altísimo índice de falsos positivos.
No es un problema meramente técnico: es convertir la clase en un juego del gato y el ratón que estropea la confianza y desperdicia horas que podrían dedicarse a enseñar, a contrastar y a pensar. El resultado es un clima en el que estudiantes inocentes ven su expediente manchado por «frases sospechosas» y profesores cansados de perseguir fantasmas absurdos y de cumplir reglas mal diseñadas recurren a un software que promete certezas imposibles.
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