Por José Francisco Ruiz Casanova

La tantas veces autoproclamada teoría de la traducción ha elevado, en poco más de medio siglo, un edificio ideológico y conceptual tan prolijo que las tesis y antítesis van amontonándose en función de unas expectativas científicas que, como bien sabemos los que nos dedicamos a las humanidades, casi siempre tienen visos de mostrarse tan vacías como innecesarias, cuando no operan al margen de la historia, de la propia práctica de la traducción y de los textos mismos. Nada nuevo bajo el sol de aquellos que procedemos de las filologías clásicas, y todo un campo de juego para aquellos que bien han desplazado su mirada desde aquellos orígenes, bien se han sumado de manera entusiasta a tejer los mimbres de la nueva ciencia. Y, cuando se rasca —o se profundiza— en sesudas tesis rayanas con la abstracción, o con un lenguaje abstracto y abstruso que las hace solo aptas para los iniciados de esta nueva religión, uno percibe cuán alejados de los mismos textos están algunas ideas y algunos análisis sobre la traducción, cuando no cuán ajena vive una parte de dicha teoría al mismo hecho literario, a la escritura misma. Hablamos de traducciones, de procedimientos, se desmenuzan los textos (que en ocasiones ni se leen) y olvidamos cómo en la comprensión de los mismos procesos de una cultura, la traducción (sea como sea ésta y se realice como se realice) tiene una relevancia per se, al margen de las consideraciones de la traductología.

Viene todo esto al caso de aquellas traducciones que se realizan, por ejemplo, con relativo o absoluto desconocimiento de la lengua original de la obra que se traduce y, aun así, se traduce; o se traduce mal, o de forma incompleta, siendo consciente el traductor de que su versión es incorrecta o incompleta. Y, en algunas ocasiones, una versión espuria o defectuosa de una obra extranjera no solo pervive en la cultura de llegada durante décadas, o siglos, sino que construye sobre los lectores de dicha cultura una forma de misreading preocupante y que, por otro lado, no deja de tener su gracia.

Vayamos con el ejemplo. El poeta y dramaturgo ilustrado Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), autor además de algunas versiones españolas de obras de Molière y de Voltaire, tradujo, como es sabido, el Hamlet de Shakespeare durante el corto período de tiempo que pasó en Londres (de su estancia en Inglaterra dispone el lector de unas deliciosas Apuntaciones sueltas de Inglaterra, donde se certifica la asistencia a representaciones de Shakespeare, de Congrave y de Otway), esto es, entre agosto de 1792 y agosto de 1793. A la corta (o casi nula) experiencia de Moratín con la lengua inglesa deben sumarse aquí las singularidades temáticas, ideológicas y poéticas de la obra que se dispuso a traducir; de modo que, además de traducir la tragedia del príncipe de Dinamarca en prosa, Moratín se ve impelido a ejecutar algunas adaptaciones, ajustes o autocensuras sobre las palabras de su versión (expresiones soeces, alusiones sexuales, etc.); todo dentro de lo que cabría esperarse de una primera versión de dicha obra realizada al español en un momento histórico y moral en el que mal podría digerir la censura eclesiástica determinadas licencias shakespearianas: en todo caso, nada que no repitieran, a su modo, incluso algunos traductores de Hamlet ya en el siglo xx. Lo cierto es que Moratín se encuentra en la escena II del acto III con que Hamlet, embebido por su juego de realidad y fingimiento, le suelta a la desdichada Ofelia aquello de: «That´s fair thought to lie between maids' legs». Dicha frase, para perjuicio del personaje de Ofelia, que actuará de manera inaudita para los lectores o espectadores españoles, se traducirá como: «¡Qué dulce cosa es!»... Y añada tras la exclamación cada cual las galanterías que quisiere, y que nunca dijo Hamlet.

La traducción de Moratín, como dije, data de 1794, aproximadamente y según su testimonio. Casi doscientos años después, para muchos lectores españoles de la tragedia de Shakespeare, la obra seguía siendo teatro en prosa; y Ofelia, una mujer voluble e inaudita que ante las galanterías moratianas del príncipe danés respondía con una frase incomprensible: «Se conoce que estáis de fiesta». Asistidos por la inopia historiográfica sobre las circunstancias en que se realizaron determinadas traducciones, y con el consiguiente provecho de estar firmadas por nombre reconocido y de dominio público, algunos editores ventajistas difundieron, no hace más de tres o cuatro décadas, una versión de Hamlet transformada (deformada) en la que cuesta entender hasta la actitud de personajes tan principales como Ofelia; y cuando tales editores decidieron imprimir una versión que sustituyese a la del dramaturgo español dieciochesco, fue esta la de Luis Astrana Marín: de nuevo un Hamlet en prosa. Vale.