'La transparencia y el buen gobierno tomados en serio', por Manuel Alcaraz | Información
Vuelve a hablarse mucho de transparencia. Indiscriminadamente, a veces como resultado de una suerte de pensamiento mágico: la transparencia parece conjuro, palabra milagrera que ahuyenta la oscuridad. Transparencia se pide a la Corona –bastaría con una ley y dejarse de otros inventos-. Transparencia aplicada a las tareas de espionaje –deliciosa contradicción si no se matiza-. Transparencia para cualquier cosa. Transparencia, sobre todo, para acabar con la corrupción que regresa con la conciencia de que algunas maquinaciones nunca se fueron del todo. Esta mezcla de sentimientos y demandas, al menos, quiere decir que a las certezas de la democracia se superpone el desconcierto y la sospecha, hasta que muchos creen que saber más es nuestra última salvación razonable. En cierto modo lo es. Pero sólo en cierto modo, al menos si no ordenamos el barrio de la transparencia y del buen gobierno. Porque de las esperanzas insatisfechas también puede surgir el gusano de la impotencia. Vayamos por partes.