El descubrimiento de los fenómenos causados por la electricidad se remonta a la Grecia clásica. Suele atribuirse a Tales de Mileto (620 – 546 A.C.), quien se dio cuenta que al frotar una barra de ámbar (resina vegetal fosilizada) con lana o una piel, esta adquiría la propiedad de atraer el polvo y objetos ligeros, como pedazos de hojas secas, plumas, etc. Friccionando más enérgicamente y por más tiempo podía conseguirse una pequeña chispa. Gran parte del conocimiento de Tales nos ha llegado a través de las obras de Aristóteles, escritas tres siglos después y basadas en la tradición oral, por lo que la exactitud de su contenido ha sido cuestionada. Otro filósofo griego, Teofrasto (371 – 287 A.C.), descubrió que diversas substancias se comportaban como el ámbar al ser frotadas, pero ni él ni Tales fueron capaces de proponer alguna explicación a estos fenómenos. En cualquier caso, la pequeña cantidad de electricidad que podía generarse mediante esta fricción era insuficiente para producir efectos fisiológicos apreciables. El ámbar, “electron” en griego, y principal protagonista de esta etapa temprana, fue el origen de nuestra palabra “electricidad” y sus derivados.