El viernes, apenas leí que el papa había dicho, muy virilmente, que “si alguien dice una palabrota sobre mi madre puede esperarse un puñetazo” (la atenuada versión papal de “le doy en la cara marica”), me apresuré a llamar a mi madre, nonagenaria y muy católica ella.
A mí —y me perdonarán que ensucie las limpias páginas de El Espectador con malas palabras— por casi todo lo que escribo, semana tras semana, me dicen idiota, ignorante, gonorrea, malparido y, sobre todo, hijueputa. Por eso, preocupado con el consejo del papa, corrí a preguntarle a mi mamá: “¿A ti te parece que si alguien me dice que tú eres puta yo tengo que pegarle un puño?”. Y ella, sin pensarlo un instante: “No, no se le debe pegar a nadie”. Le agradecí la respuesta y la enseñanza porque si no cada semana yo tendría que estar rastreando tuiteros, blogueras, feisbuqueros, para pegarles un baculazo papal en la cabeza.
A raíz de la masacre de Charlie Hebdo se han dicho muchas tonterías. Yo mismo las he dicho al aplicarle una aritmética barata al islam para demostrar que muchos de sus fieles viven todavía en la edad media. Las cosas son mucho más complejas que cualquier simplificación retórica que uno se invente por eficacia argumentativa. Pero también han dicho idioteces quienes sostienen que los caricaturistas se buscaron su castigo; o quienes explican el asesinato de cuatro judíos que compraban comida kosher porque el ejército de Israel ha matado muchos palestinos; y hasta las ha dicho el papa, en italiano, al afirmar que “Non si può insultare la fede degli altri, non si può prendere in giro la religione” (no se puede insultar la fe de los demás, no se le puede mamar gallo a la religión). Aunque la tontería más frecuente, y repetida hasta la náusea, es que “hay que respetar las creencias del otro”.