Qué pena. Yo que pensaba que vivíamos en pleno siglo XXI, donde la ciencia (aunque no tiene aún respuestas para todo) está consolidada. Donde lo que se ha demostrado empíricamente es verdad, y todo lo demás son meras especulaciones banales. Y, sin embargo, un día pongo la televisión. La televisión pública, nada menos, la que pagamos todos con nuestros impuestos y que tiene una obligación más allá que entretener, que es informar, y la encuentro a ella: esa mujer que se lleva un limón a la nariz y, con todo convencimiento, afirma (por mucho que ahora diga “diego” cuando dijo “digo”) que “oler un limón puede prevenir el cáncer”. Ingenua de mí.
¿Lo peor de todo? Que no me sorprende, porque es el día a día. Me intento poner en la piel, eso sí, de todos aquellos médicos que han exprimido años de formación, aquellos investigadores que han dedicado esfuerzos, tiempo y en ocasiones dinero, para poder hallar soluciones a problemas complejos. A problemas como las enfermedades. A enfermedades que pueden suponer la muerte, como es el cáncer. Jugar con el cáncer está mal, Mariló. Porque al igual que intento imaginar la cara de estúpidos que se le queda a los científicos escucharte en televisión, me enfurece pensar en aquellas personas que padecen una enfermedad como ésta, o sus familiares. Peor aún si alguno de ellos llega a albergar la más mínima esperanza, guiada por la “omnisciente” televisión, de que se va a poder curar. Está mal tomar a la audiencia por idiota.