De pequeña solía pasar miedo por las noches. No es que el temor a la oscuridad sea extraño en los niños pero en mi caso, además, tras las cortinas se ocultaba la temible protagonista de la primera historia de miedo que recuerdo haber escuchado: una monja tirana y decapitada –supongo que hasta para elegir mis fantasías infantiles me tocó ser un poco anticlerical—. El caso es que, como la p* monja acosadora empezaba a afectar seriamente mis horas de sueño, decidí inventarme poco a poco los motivos por los que esa noche, a esa hora, no podía estar ahí. Le impuse, por ejemplo, que sólo pudiese aparecer en las noches de tormenta. Las noches de tormenta, que sólo viniese si era viernes, y los viernes de tormenta, sólo si llevaba el pijama azul y si llevaba el pijama azul… siempre podía cambiarme de ropa o agregar una nueva condición la lista. A fin de cuentas, si yo me había inventado a la monja, yo podía controlar las normas que regían su comportamiento. No es como si la monja o algo “real” de toda aquella historia fuese a venir algún día para llevarme la contraria.